Parece generalizada esta impaciencia por conocer de antemano cuántas veces hace falta perder antes de ganar, incluso cuántas veces es capaz uno de soportar la derrota conservando intacta su moral y el mismo empuje interior que le ha llevado a intentarlo por primera vez.

No hay obstáculo innecesario en el camino. Todo lo que ocurre nos forja, ya sea para decidir continuar o para cambiar de rumbo.

La humildad y el ahínco del que cae y se vuelve a levantar le engrandece en cada paso que da, pero como en la vida todo son procesos, no se trata entonces de valorar solamente el resultado final, sino de analizar el cambio interno que supone para uno todos los estadios por los que pasa y que le han llevado a llegar donde está y, si fuera el caso, a volver donde estuvo una vez. 

Está demasiado extendida la enseñanza de valorar una experiencia entera solamente por el resultado final, y es que, en muchas ocasiones, solamente cuentan las cifras. Pero no deja de ser importante un cambio interno para poder transformar esas cifras en el resultado que esperamos. Más allá de la táctica, la estrategia, o del nivel de esfuerzo que uno le pone, lo que nos hace caminar hacia donde queremos llegar es la fortaleza de nuestro espíritu y aunque esto no garantice nada, oiga, que no nos den por acabados si aún nos queda llama viva dentro. 

No somos esclavos de nuestros sueños. Más bien, lo somos de las necesidades que nos creamos creyendo que nuestra felicidad depende de ellas. 

Para hacer que todo juegue a tu favor tienes que ponerte tú primero en sintonía y ser completo antes y después de lo que desearías conseguir. 

No existe herida ni consuelo para quien vive una derrota como una oportunidad.


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